domingo, 27 de mayo de 2012

Un sábado

En mi línea habitual de levantarme al alba los fines de semana ayer tuve que salir de casa temprano para lo que suele ser normal un sábado. Eran las nueve de la mañana. Lucía un sol brillante; no hacía calor aún pero esos rayos débiles de la mañana entraban por la ventanilla del coche dejando una sensación calentita en el brazo. Las gafas de sol eran imprescindibles y a través de ellas iba viendo el paisaje medio vacío de la carretera. Pocos coches que, como yo, se deleitaban en el camino. Ninguno iba rápido...quizá por los radares claro, pero en ese momento preferí pensar que era porque disfrutaban ellos, como yo, del sol, del silencio, de la mañana de un sábado.
Sentí lo que podría definir como felicidad. Había dado un beso a mi santo al salir de casa, le había dicho dos cosas bonitas y sentía que todo a mi alrededor iba bien, que todo va bien. Salud, amor, amigos, trabajo...y sonreí.
Pero justo en ese momento me di cuenta de a dónde iba. El padre de una buena amiga había muerto el día anterior y yo me dirigía al tanatorio. Mi felicidad de ese sábado era, probablemente, el peor día de la vida de mi amiga. Las sensaciones que yo iba viviendo en mi coche eran totalmente opuestas a las que ella, y su familia, habrían vivido el día anterior y ese mismo día. El calor que me hacía cosquillas en el brazo a ella le parecería agobiante, asfixiante, abrumador. El largo recorrido hasta el tanatorio habría estado atestado de tráfico el día anterior....¡Qué distintos días para cada una, qué diferentes sensaciones y pensamientos! Intenté ponerme en su piel y lo conseguí. Mi experiencia en un trance igual al suyo me hizo recordar que yo un día sentí también ese desgarro (que se sigue sintiendo a pesar de los años) mientras, probablemente, medio Madrid conducía a su trabajo, eran felices con el calor dándoles en el brazo y con sus gafas de sol daban la bienvenida a un nuevo día.
No es justo que la felicidad de uno sea al mismo tiempo la desgracia de otro. Cuando alguien tan tuyo se va debería pararse el mundo, deberían enterarse en Camboya, en Kazajistán y en Puerto Rico; la noticia debería llegar al Papa, a Obama o a RTVE, y que la dieran en todos los "partes". Pero no...la gente sigue cogiendo el coche, sigue brillando el sol o cayendo la lluvia, seguimos con una rutina diaria en la que a la vez encontramos cobijo. Cobijo ante el desconsuelo. Y cobijo ante la felicidad, que también asusta.
Ayer no se paró el mundo. Y yo era feliz mientras otros lloraban. Es injusto.