sábado, 29 de septiembre de 2012

Otoño, "bloody", otoño.



Reconozco que el otoño no es lo mío. No es que no me guste que a los árboles se les caigan las hojas y lo pongan todo perdido. Ni tampoco que las primeras lluvias hagan practicamente intransitables las calles. No es que me moleste tener que cambiar la ropa de un armario a otro, ni tener que sacar la nariz de entre las sabanas cuando hace apenas dos días dormía encima de ellas (de las sábanas, no de la nariz). No me importa que a las seis sea de noche y a las cinco tenga que encender las luces, ni aprender a patinar sobre las hojas de antes, ahora  humedecidas por la lluvia...que en una de estas voy a dar el espectáculo rompiéndome algo. 

No me importan los atascos de autobuses escolares y madres y padres que quieren dejar al niño en la puerta misma del colegio (creo que yo también lo haría si tuviera) (hijos, digo). No me inquietan las bajas presiones, las alergias a la humedad, el dolor de huesos ("eso es del tiempo"...sí...del tiempo que hace que nací), ni me perturba sobremanera el biruji que entra por la rendija de una ventana que me resisto a cerrar aún. No me agobia la tristeza que se le presupone a esta estación, ni me desagrada especialmente que empiecen a meterme por los ojos loterías de Navidad, turrones y polvorones (sí, en octubre Pero llevan desde julio). No me entusiasman los huesos de santo, aunque reconozco que me pone vestirme de bruja de tercera regional para Halloween....

No, nada de eso me estorba especialmente. 

Lo que me molesta realmente es que es el otoño es un quiero y no puedo, un "si no es", una estación de medias tintas, que ni come ni deja comer, con la que no sabes bien a qué atenerte porque no se decanta por nada, que cuando crees tenerle cogido el tranquillo te sorprende con una gota fría o un calor de 30 grados. Y no me gustan las estaciones así.

Ni la gente.