Tú que odiabas los silencios empezaste a entenderlos, a aceptarlos e incluso a compartirlos. Supiste que el silencio no era la antesala de ninguna ruptura, no debía provocar inquietud ni desvelo, ni siquiera desconsuelo. Un silencio no era nada más que un descanso, un respiro, una toma de fuerzas para continuar un discurso.
Tú que siempre viste el silencio como una habitación oscura que te esforzabas incansablemente por encender decidiste un día dejarla apagada. Y no pasó nada. En medio del silencio te encontraste a gusto, cómoda incluso...miraste un punto fijo y supiste que podías quedarte ahí para siempre. Y aprendiste a respetarlos aún sin gustarte, a eternizarte en ellos, a intentar encontrarles su encanto y hubo un día incluso que fuiste tú la que los usaste.
Ahora, que han pasado ya muchos lustros te descubres a veces callada, silenciosa, con un halo de misterio que no pretendes. A veces callas ausente y dejas silencios en pausa que ya no dan miedo.
La habitación oscura sigue estándolo y ya no buscas el interruptor que dé luz.
Quizá porque en el silencio, como en la oscuridad, es donde mejor nos vemos.
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