Ayer, en mitad de un partido que exigía mi mayor concentración y molesta por los pinchazos de los brackets, me dio por pensar en la manía, si se puede llamar así, que nos ha dado a las cuarentañeras (que no cuarentonas) de arreglarnos la "piñería". Si hemos pasado esos cuarenta años de nuestra vida mordiendo mal, sonriendo peor y quejándonos del "colmillo torcido herencia familiar"...¿a cuánto de qué nos da ahora por sufrir lo indecible durante dos años para vernos con un sonrisa estándard que en nada nos distinguirá del resto, que no nos hará sobresalir, que no será seña de identidad de nada?
Quizá hemos llegado a un punto en el que no sentimos la necesidad de sobresalir por nada físico.
Quizá nos hayamos hartado de algo que siempre quisimos cambiar y no pudimos, o tal vez seamos tan frívolas que nos estemos dejando llevar por la moda de tener una dentadura perfecta...ahora precisamente que casi nos sentimos perfectas.
Ahora, en pleno proceso, veo fotos de hace apenas un año y me sorprendo del cambio e incluso me asombro de lo mucho que he tardado en tomar la decisión. Pero al mismo tiempo siento que aquella no es la misma que me mira ahora con su bobalicona sonrisa metálica. Como si un instrumento de tortura cualquiera pudiera cambiar cuarenta años de un golpe y con un cambio de sonrisa se borraran de un plumazo sinsabores y lágrimas y sólo se recordaran sonrisas y placeres.
Como decía "aquel: "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos" y quizá la veinteañera "baqueteada" entonces se haya transformado, por obra y gracia de la magia, en esta cuarentañera... ahora simplemente "bracketeada".
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